domingo, 15 de septiembre de 2013

[Dédalo de Escher]: Las venas de la ciudad.

Nadie sabe más de odiseas urbanas que el que atraviesa diariamente la ciudad de México en el metro; ese espacio público por antonomasia y sitio de encuentros y desencuentros, cuyos nombres de estaciones hacen aún más mítica la travesía: quien haya ido del lugar de las varas (Tacuba) al sitio de la serpiente de agua (Mixcoac), o quien sobreviva a una excursión por el tártaro atestado de mortales que lo único que quieren es llegar a cualquiera de las otras tres líneas que convergen en el legendario sitio junto a las banderas (Pantitlán), y de ahí partir a otro camino menos complejo, más humano, más cotidiano, sabrá de lo que hablo. O peor aún, no conozco trayecto más proverbial que aquel que comienza  afuera de este transporte,
en su primo hermano con aspiraciones burguesas, conocido como “el suburbano”. Esto lo entinende quien alguna vez al menos haya salido del lugar junto al bosque (Cuautitlán), sitio mágico y distante de las avenencias centralistas reflejadas en la frase atribuida a la  Güera Rodríguez:  “después de México…”; atravesado todo el camino al norte de la ciudad, aquel que describe Fernando Delgadillo en múltiples canciones, llegado a la vieja estación de tren, ahora convertida en un centro comercial, feria eventual de artesanías y espacio cultural donde pocas personas se detienen a leer, descansar o simplemente contemplar el flujo de más personas quienes dan muestra dela migración que sufrió la ciudad tras el terremoto de 1985; cruzar el pasadizo que te lleva a ese otro lugar donde comienza  una nueva aventura,  ahora sin tantas aspiraciones, cuyas estaciones dan muestra de la paradoja histórica de México; línea donde conviven Guerrero y Morelos, Héroes y estados, o aún más contradictorio, Romero Rubio y Flores Magón. De ahí partir hasta el  hediondo Guerrero, claro, si no conoces la ruta alterna, transbordar a la correspondiente línea 3 y cruzar la ciudad en los emblemáticos trenes construidos en el norte del país, llegar a Copilco y de ahí caminar en dirección a CU, no sin antes comer unos hochos para mitigar el hambre y bajarlos con refresco. El que conozca esta ruta de Cuautitlán a Copilco, y quien la atraviese, aunque sea una vez a la semana, merece mi respeto, pues sabe administrar su tiempo y no pierde la cabeza en el encierro junto a otros que probablemente ni siquiera lo noten. Por ello es un espacio público donde rara vez se convive aunque comúnmente se interactúe.

Cualquiera que no lo conozca creerá que exagero al decir que es un tianguis que se mueve entre las venas de la ciudad, que rechina con la nostalgia de la música urbana que en otro tiempo fue un éxito y ahora tiene el único mérito de amenizar las bodas y los bautizos, o aquel otro género, que dice reivindicar nuestro idioma y que recuerda  las primeras pláticas de borrachos y las convivencias pueriles que no volverán; como el tiempo de ocio en el que bebíamos a altas horas de la noche afuera de un carro, hasta que la patrulla que la vecina exigió por tercera vez en el teléfono, enviada por un comandante igual de teporocho que los implicados, llega para hacer un escándalo mayor y provocar la graciosa huida  o hace que los presuntos alteradores del orden escondan la botella entre los pastos. Quien no haya bailado la sopa de caracol o el baile del perrito, o bien se haya desgañotado cantando la célula que explota o la chispa adecuada a las tres de la mañana no entiende de lo que hablo, y tal vez sólo ría mientras escucha esta apología de la salsa, cumbia, merengue y  rock en tu idioma. Así es el metro; un lugar de eterno vagar aunque tenga muy bien definidos sus destinos. Uno no sabe hasta dónde lo llevara el próximo recuerdo desprendido de una canción que tarde o temprano terminará por reventar los tímpanos de los transeúntes.

Me quedé de ver con Daniela en CU, donde ella estudia y yo no me atreví, por no volver cotidiana la eterna travesía de la que hablo. Salí de clase y todavía me tomé el lujo de esperar media hora, “para hacer tiempo”. En el paradero abordé el microbús donde las charlas de otros me resultan aburridas y fútiles al tiempo que llego a la conclusión que la súperespecialización nos impide comunicarnos entre seres de otros gremios; a menos que hagamos un enorme esfuerzo por no creer que nuestro oficio es el centro del universo, como el imbécil de políticas que venía hablando en el trayecto.

Ya en el metro, los cuatro caminos se llenaron de usuarios que, al ritmo de una eufonía del caos, caminaban sin sentirse observados por este humilde estudiante que intentaba atravesar la ciudad. Abordé el tren de mi izquierda, aunque supiera que iba a salir después, como si no tuviera prisa. Al iniciar su camino, comencé de nuevo a observar a la gente, pero en esta ocasión me fue más difícil puesto que los otros van más atentos y te miran a la vez con suspicacia. Al llegar a Tacuba, transbordé rumbo a Barranca del Muerto, que José Emilio Pacheco inmortalizara en un poema  bastante cursi. Al abordar el tren, un niño que jugaba entre dos asientos, fue exhortado por su madre a que ocupara sólo uno y me cediera el restante. Así fue, y cuando me hube listo para iniciar de nuevo mi contemplación de la realidad en el STC, el niño me dijo: “¿Quién eres?”, sólo contesté, recordando el sketch de “la gallina dijo Eureka” de Les Luthieres: “una persona más que utiliza este medio de transporte para llegar a su destino” repuesta que desde luego no le satisfizo, pues preguntó: “¿y cómo te llamas?”, su mamá sólo me miró con cara de “si quieres no le contestes”, pero decidí darle la vuelta a sus cuestionamientos: “¿Cómo te llamas tú?”, le pregunté: “Lalito”, respondió y comprendí que lo único que quería era mitigar el tedio haciendo una charla amena con el desconocido que minutos antes lo había despojado de la mitad de su lugar. “Yo me llamo Pepe”, le dije, con el nombre que nunca utilizo por ser el más trivial y el cual sólo permito utilizar mis amigos y a los niños, pues les inspira confianza por ser la aliteración de una de las primeras sílabas que aprenden a pronunciar.

Me ofreció un chicle y como no soy maleducado, se lo recibí y lo ingerí, a cambio le di de mis cacahuates que había comprado desde Cuatro Caminos y que apenas empezaba a comer. Los tomó, miró a su mamá, y ésta, al ver que le daba de los que yo comía, aprobó el intercambio y el niño comenzó a ingerirlos. Le pregunté que a dónde iba, y de nuevo volteó a ver a su mamá, ella le señaló que me dijera “a Polanco”, y así lo hizo. Me miró y para hacer más profunda la charla me dijo: “¿y eres todavía tú?”, pregunta que desde luego me sorprendió y aunque la señora le conminara: “ay, qué preguntas” tal vez pensando que ésta carecía de algún sentido, yo me quedé impresionado por la capacidad intelectual del chamaco y sólo alcancé a responder: “Sí... creo.” En San Joaquín su mamá le indicó que ya iban a bajar, que se despidiera y a él se le ocurrió una manera ingeniosa de hacerlo: “Mis chicles”, me dijo, estirándome la mano. Ella y yo, apenados, sólo nos miramos, al igual que todos los que iban en esa parte del vagón, mientras yo le decía que ya lo estaba mascando, pero que, a cambio, le daba el resto de mis cacahuates. Se puso el sombrero que traía colgado al cuello, me observó y dijo, “bueno” y su mamá me miró más apenada; yo sólo reí al ver saldada mi deuda y le entregué  la botana al escuincle, él se volteó, esperando a que se abrieran las puertas del vagón, pero su mamá, aún abochornada, le volvió a decir: “despídete”, pero ahora el niño comenzó a saltar y a decirme “adiós, adiós, adiós” mientras movía sus manos de un lado a otro y era sostenido de la cintura por su madre. Al abrirse las puertas, descendieron del vagón y yo me rencontré con mi objeto de estudio; aunque ahora era yo el observado, por lo que sólo apliqué la típica sonrisa que hace voltear a la gente hacia otro lado, o es correspondida con una mueca similar.

A mi izquierda descubrí un prototipo que comúnmente veo en el metro y que me hizo recordar (una vez más) viejos tiempos. Se trataba de un pre-púber (doce años, aproximadamente) que buscaba lugar en el vagón acompañado de su hermano menor, como de diez. Su postura, sus hombros bajos, sus gestos y su comportamiento en general, denotaban inseguridad, seguramente provocada por una imagen paterna fuerte y tal vez autoritaria, presente en ese momento, y un espíritu algo débil o baja autoestima. En cambio su hermano menor,  un poco más despabilado, se sentó con toda tranquilidad enfrente, mientras yo observaba los gestos de su hermano, quien me hizo recordar los días en que el mío, nuestro padre y yo íbamos “al centro”; en ocasiones, con un hermano adoptivo. Mis conclusiones a tal observación quedaron confirmadas cuando su padre le ordenó que se sentara y él obedeció, a pesar de que un instante antes no lo quisiera hacer cuando su hermano le había ofrecido el asiento disponible varias veces.

Se bajaron en Mixcoac, donde supongo, transbordaron hacia la línea 12. Yo decidí llegar a Barranca y tomar el camión que sale rumbo al estadio de CU, y así lo hice. Al salir de vagón me dirigí a la entrada de la estación para tomar el transporte que me llevaría a mi cita con Daniela. Para entonces, algo en mí había cambiado, aunque en esencia siguiera siendo el mismo: Aquella pregunta formulada por un niño en las venas de la ciudad había creado una sensación de duda tal, que desde entonces me pregunto todas las mañanas al despertar: ¿Todavía seguiré siendo yo o habré cambiado y ni cuenta me habre dado?

Tal vez algún día resuelva semejante misterio.

martes, 20 de agosto de 2013

[Dédalo de Escher] Las paredes hablan

La “pasada” de cal se secaba en la pared cuando llegaron los guardianes del orden a interrumpir la pinta. Aquellos tres policías pedían a los jóvenes parar lo que estaban haciendo. Desde luego que en ese preciso momento los miembros de Acción Poética no hacían más que esperar a que la barda quedara lista para empezar los trazos, así que los señores justicia no habían tomado a los graffiteros in fraganti sino en el descanso, además había un permiso por escrito y a nombre del dueño de la barda para que ésta fuera pintada con una de las tantas frases motivadoras y de reflexión que circulan por las redes sociales. Del muro físico de algún buen tipo que presta su pared, al muro digital del facebook, las colaboraciones de Acción Poética han sido sumamente criticadas por los lectores apocalípticos y ortodoxos; aunque también son elogiadas por algunos integrados y aficionados.

Aquella necedad por parte de las autoridades era más que un choque generacional: los oficiales no intentaban entender razones y “de la manera más atenta” solicitaban a los muchachos que dejaran de pintar, o serían remitidos al ministerio público y deberían pagar una exorbitante multa, o en su defecto, tenían que ir a aclarar la situación ante el juez conciliador, a pesar del permiso por escrito por parte del subdelegado del COPACI (Consejo de Participación Ciudadana) de la colonia. Lo que querían los policías (arguyendo que sólo seguían instrucciones) era que la autorización de la pinta tuviera un sello por parte del Consejo antes referido. Mientras los oficiales se retiraban haciendo hincapié en que volverían para revisar que todo estuviera en regla, la persona que consiguió la barda fue a ver al dueño para que autorizara de nuevo la pinta. Cabe señalar que esta no es la primera vez que los miembros de Acción Poética EdoMéx son amedrentados por la Secretaría de Seguridad Ciudadana de este municipio.
Lo más lamentable es que a tan sólo unos metros de donde está la barda que iba a intervenir Acción Poética se encuentra una pinta de aquellas que aparecieron de la noche a la mañana en Cuautitlán Izcalli, reflejando las disputas entre dos grupos de poder del municipio que tratan de controlar las rutas del transporte público y que muy probablemente no fueron autorizadas por ninguna persona. En ese sentido, creemos que era más legítima (sencillamente por el mensaje que buscaba transmitir) la frase de “Mahatma” Gandhi: “Tú debes ser el cambio que quieres ver en el mundo” que la patética “FUERA ANTORCHA DE IZCALLI”. Si de algo puedo estar seguro es que los habitantes de este municipio que transitan todos los días por la avenida primero de mayo preferirían leer una frase emotiva de un movimiento cultural apolítico que intenta llevar la palabra (literalmente) a las calles, antes que una consigna de odio entre grupos corruptos adheridos al mismo partido y que miden sus músculos políticos ante la autoridad.
Por lo tanto no debe ser aceptable que el gobierno municipal persiga de tal manera a un grupo de chavos que lo único que buscan es expresarse en las bardas públicamente y a través de medios legales (la solicitud del espacio al propietario del mismo) en lugar de reprender a sus esquiroles por adueñarse de los espacios públicos para fines detestables per se (controlar el tan codiciado monopolio del transporte del que ya hemos hablado en este blog). Por otro lado, los policías deberían vigilar que no se cometan más secuestros, robos con arma de fuego y demás delitos que le atañen, no convertirse en el nuevo tribunal de las buenas costumbres y la defensa del honor y la familia.
Por último, debo denunciar que hace unos días, la barda de la que hablo fue de nuevo pintada con cal y “rayoneada” por alguien que claramente no es un “graffitero” –y menos aún pertenece a Acción Poética EdoMéx. Esto se deduce por el tipo de trazos que se hicieron y por la propia cobertura de cal. Es bastante obvio que los responsables tuvieron el mismo tiempo que los de Acción Poética en cubrir la pinta y no fueron remitidos por alguna autoridad, a pesar de que éstos otros no contaron con el permiso del propietario de la barda. Así que el que esto suscribe exige que los compañeros artistas de Acción Poética dejen de ser amedrentados por la autoridad y se les permita seguir con su contribución a la cultura local, aunque no estén suscritos en los grupos beneficiados políticamente por el ayuntamiento.