Estuve enredado entre
esculturas secas y huecas de amor, sólo esperaba esta noche para poder morir en
paz, para ser tan tuyo como pudiera y desaparecer entre las sombras del olvido.
El roce de tus manos pudo accionar cualquier tipo de explosión en mi cuerpo,
las chispas, el ardor, la fricción de nuestros cuerpos agotada en sudor, a eso
le llamo despedirme como se debe.
Sé que será la última vez
que te regocijes en mis brazos, que me digas “te amo” compadeciéndome un poco,
porque yo sé que no importa cuántas veces me lo digas, nunca podrás sentirlo;
puedo vivir con esa mentira en tus labios mientras lo susurras en mi oído,
puedo grabar tu voz diciendo mi nombre y rebobinándola para mi, grabar también
el aroma de tu piel y la textura de tu cabello cayendo sobre mi rostro, como
una cortinilla de sueños húmedos.
Porque entraste en mi vida
antes de entrar en mi cama y sólo yo sé de los rastros de saliva en mi piel,
del camino que dejaron tus pasiones en mi espalda, de mi voz pidiendo que te quedaras
para siempre y tu sonrisa perversa cuando tomaba tu cintura y juntos rodábamos
en el incierto del terciopelo que envolvía nuestra piel, cubriéndote con mis
ansias.
Me llevo de ti la delicadeza
y los poemas, la belleza de tu cuerpo sobre el mío, la manera en la que me
mirabas con esa pasión exaltada, intentando curar mis heridas, acompañándome en
mis peores pesadillas, cuando entre las sombras de un bosque siempre oscuro, tu
voz me guiaba hacia tus labios y sobre el árbol más espeluznante saciábamos la
sed de nuestros besos y me llevabas a un universo hecho exclusivamente para
nuestro amor errante.
A pesar de saber que te
irías en el momento menos indicado, siempre tuve la esperanza de que fueras
sólo mía, de poder llevarte a ese nido de escalofríos, donde tu piel desnuda me
daba de beber y yo callaba enredado en tus brazos y tus piernas, mientras
esperaba escéptico tu partida.
Llamé a tu cuerpo mi hogar,
pues tu cuerpo tenía la forma exacta para hacerme olvidar mis agonías, pero
sobre todo, mi miedo a la soledad. Tenías todo de mi, mujer, absolutamente
todo, desde mi cuerpo frágil, hasta los más profundos pensamientos y deseos de
muerte, mis píldoras, mi licor, el tabaco, mi felicidad sin máscaras sobre tus
manos de guerra y ya sin defensas, decidiste matarme ¿qué te hice yo, mujer,
para que te convirtieras en mi verdugo? Sólo supe amarte, y eso hago aún en
este lecho de muerte disfrazado de tu cuerpo, mi última morada.
Debo decir que eres el mejor
de mis recuerdos, el más vívido, el más nítido y el más doloroso también. Adiós
te digo, mujer, y gracias por regalarme esa pasión que me hizo saber lo que es
vivir de verdad y dejarme llevar entre los murmullos del viento. Hasta nunca,
amada mía.
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